El cuerpo humano es una colonia masiva de microorganismos. Los humanos albergamos a más de un billón de seres vivos en la superficie y dentro del cuerpo. Más de 98% de nuestro ácido desoxirribonucleico (ADN) es similar al de los chimpancés y los bonobos (nuestros parientes más próximos en la evolución), y se estima que cerca de 100 mil segmentos del genoma humano se asemejan notablemente a los retrovirus; lo que significa que los genomas virales –de origen zoonótico– también están inscritos en nuestra constitución genética.

Si a esto agregamos que los humanos compartimos con más animales y seres de otros reinos capacidades que se creían exclusivas de nuestra especie, es inevitable aceptar que la “excepcionalidad humana” es un mito. No estamos en la cima de la selección natural, sino que nos convertimos en lo que somos por medio de alianzas multiespecie. Negociamos constantemente, incluso con los organismos microscópicos, como las bacterias; aunque algunas pueden enfermarnos e incluso causarnos la muerte, necesitamos la ayuda de otras para poder vivir.

Es difícil hacerse a la idea de este hecho. El filósofo y etólogo francés Dominique Lestel, se refiere a él como “la cuarta herida del narcicismo humano”. Las cuatro heridas a las que alude este autor se encuentran en su libro “L’animal singulier” (“El animal singular”). La Revolución Copernicana infligió la primera de ellas: “los humanos no somos el centro del universo”. Charles Darwin fue responsable por la segunda: “los humanos somos animales”. Sigmund Freud y la Teoría Psicoanalítica se encargaron de propinar la tercera: “los humanos no tenemos control sobre nuestro inconsciente”.

Lestel explica que la cuarta herida es: “los humanos no somos los únicos sujetos del universo”. Aparte de nosotros, hay otros vivientes dotados de subjetividad. Reconocer que no somos los únicos seres inteligentes, intencionales y con una vida interior nos compromete de maneras que hasta ahora no habían sido exploradas. De modo gradual y sostenido, estamos comenzando a tratar a los no humanos como “sujetos”, seres con una existencia propia, con los cuales (co)creamos el mundo; en lugar de considerarlos como simples “objetos”. Admitir que los no humanos nos afectan en igual o mayor medida que nosotros a ellos nos hace verlos de un modo distinto, con más respeto y atención.

Por todas partes, están emergiendo interacciones que cuestionan las categorías taxonómicas; términos como “especie”, que se caracterizan por la rigidez y la estabilidad conceptuales, se tornan limitados para explicar el surgimiento de arreglos creativos entre organismos agrupados en taxones distintos. Por ejemplo, los que se establecen entre hongos y algas, para formar líquenes, o entre las raíces de las plantas y algunos hongos para formar micorrizas, es decir, las redes subterráneas que permiten la comunicación multiespecie en los bosques. Entender los significados más profundos de esos relacionamientos, que no tienen un fin exclusivamente reproductivo, evita que continuemos objetivando el mundo y amplía el horizonte de posibilidad desde el cual podemos repensar las crisis ecológicas y ambientales.

Desde inicios del presente siglo, mucho se ha debatido sobre el Antropoceno, un término que los científicos utilizan para describir la época en la que las transformaciones planetarias, originadas por las actividades humanas, han alcanzado una escala geológica. En las Humanidades, el Antropoceno es interpretado como un “imperativo para la acción”. Esa concepción está en consonancia con un cambio de paradigma que, según el antropólogo francés Bruno Latour, puede ser útil como medio de reinscripción de nuestra especie en la naturaleza.

La propuesta de Latour es útil para definir algunos de los desafíos políticos que aparecen con la invención del Antropoceno. Pese a su carácter novedoso, el término es problemático, ya que el registro es marcadamente antropocéntrico. Los no humanos son convocados de modo pasivo, lo que implica el riesgo de continuar viendo a la naturaleza simplemente como un almacén inerte de materias primas. En contraposición a esa visión instrumental, la antropóloga Anna Tsing afirma que es preciso pensar en un “Antropoceno más que humano”. Lo que está en juego es cómo lograr que los lazos de cooperación que se forjan entre nosotros y los no humanos pasen al primer plano, y de ese modo desplazar al “anthropos” de la posición central que tiene en las discusiones actuales.

Ante dichas circunstancias, el término “Simbioceno” parece ser más adecuado. La noción sugiere un ejercicio reflexivo que se enfoca en las interdependencias como herramienta para salir de nuestro aislamiento y dar contorno a sociabilidades más que humanas. La simbiosis es la convivencia que acuerdan los organismos de diferentes especies mediante el contacto físico. El término fue acuñado originalmente por el botánico alemán Anton deBary, en 1873. La bióloga evolutiva Lynn Margulis, lo incorporó a finales de la década de 1960, como parte de la Teoría Endosimbiótica, que explica el origen de las células eucariotas. A finales del siglo XX, la simbiosis experimentó una reformulación por parte de Beth Dempters y Donna Haraway.

Dempters propuso el término “sistemas simpoiéticos” para profundizar en el conocimiento de relaciones que son producidas colectivamente, sin limites espaciales o temporales autodefinidos; mientras que Haraway renovó el término “simbiogénesis”, para analizar el potencial inventivo de lo que ella denomina como: “devenir-con”. Es decir, el surgimiento de ecologías porosas, donde el encuentro entre los seres propicia – y es propiciado por – contaminaciones regenerativas que estimulan nuevos entrelazamientos y regímenes de (co)existencia.

En “In Every Living Thing”, el libro más reciente del escritor estadounidense Jason Roberts, se describe la colaboración multiespecie entre Physarum polycephalum, un moho mucilaginoso del grupo Myxomycota, y un grupo de investigadores humanos de la Universidad Estatal de Nuevo México (Estados Unidos). Joseph Burchett, investigador principal del proyecto, explica que reclutaron al moho mucilaginoso para que colaborase con ellos en la exploración del cosmos. En un experimento previo, en que le presentaron múltiples fuentes de alimento, colocadas en un patrón que replicaba las ubicaciones geográficas de Tokio y 36 ciudades de la región circundante; el moho llegó a todas las fuentes de alimentos con vías que casi replicaban el sistema ferroviario japonés que conecta esos lugares, un sistema cuidadosamente diseñado por humanos para operar de la manera más eficiente posible.

Beneficiándose de esos agenciamientos, los astrofísicos utilizan un programa de inteligencia artificial diseñado para emular la espora lo más fielmente posible. Suministran mapas galácticos y le piden al moho que establezca las conexiones. De acuerdo con Burchett, en la red cósmica, el crecimiento de la estructura produce redes que son óptimas, al igual que las redes de transporte. Los procesos subyacentes son diferentes, pero producen estructuras matemáticas que son análogas. Hasta ahora, el proyecto ha rastreado las conexiones entre más de 37.000 galaxias con ayuda de ese colaborador no humano.

Dirijamos nuestra atención al moho mucilaginoso. Esa vitalidad no es ni un animal, ni una planta, ni un hongo. Roberts comenta que Physarum polycephalum no tiene musculatura, pero se mueve a un ritmo rápido de 4 centímetros por hora; es, de alguna manera, un organismo unicelular; si se separan, los segmentos son totalmente capaces de funcionar de forma independiente y luego reintegrarse en el todo; incluso pueden fusionarse perfectamente en diferentes especímenes, recolectados en diferentes lugares; es capaz de aprender, a pesar de carecer de un sistema nervioso central, y mucho menos de un cerebro; también es capaz de recordar.

El Simbioceno se abre paso en prácticas que favorecen la (co)constitución de los seres. Humanos y no humanos se tornan más interesantes a través de los vínculos afectivos que establecen. La colaboración multiespecie revela el potencial narrativo de los mundos que albergamos y nos albergan. Los relatos sobre el (co)habitar que aún no han sido contados son una oportunidad valiosa para seguir explorando los significados de nuestra presencia compartida en el planeta. Ser humano implica siempre estar conectado con otros, a través de otros y en relación con otros.

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